Riña en un café

Una plaza soleada de Barcelona, un brindis en la terraza de un bar, una provocación subitánea por parte de un intruso, una contienda que hace volar por los aires los sombreros de dos caballeros, hasta que un apretón de manos selle la paz entre rivales a la que se esfuma la imagen de una dama, cual personaje secundario que nadie echará de menos. Todo se consuma en 60 segundos. Os recomiendo imaginar esta escena en blanco y negro, mejor si en sus tonos más apagados y desteñidos. No es un western urbano en salsa catalana, aunque molaría.
Se trata de una Riña en un café: la primera película argumentada del cine español. Fructuós Gelabert filmó esta pieza en el 1897, en 35 mm, rodándola en su querido barrio de Sants, recién anexionado a la ciudad Condal.
Riña en un café: primera película argumentada del cine español
El título y el dinamismo de la secuencia parecen recoger el zeitgeist de un país entero, el perfil de una época, dicho de un rasgo que se vuelve representativo en una cierta cultura, en un determinado tiempo. La trifulca en un bar, desencadenada por la llegada de un extraño, se convierte en tópico cinematográfico y, a su vez, bebe de un código social detectable tanto en los cafés de la urbe como en el figón de un pueblo perdido. Esta faceta concreta del Bar, como marco para detonar y posteriormente dirimir tensiones, pertenece a nuestro imaginario, declinada en su vehemencia más visceral cuando acaba en pelea o en forma de confrontación intelectual, en su bajante más controlada.
Ahora ¿Serán ciertos bares el último reducto en el cual poder discutir con honestidad para luego intentar arreglar el mundo a base de tragos?
Pensándolo bien, me atrevo a decir casi que sí: las tertulias mesoneras pueden derivar en querellas y disputas, que nos tomamos tan en serio, como si en ello se nos fuese la vida. Hago memoria y tal vez las conversaciones más encendidas, trascendentes, conflictivas, con finales reconciliadores o distanciamientos irreparables, se hayan dado en un careo con copas por el medio.
Un “¿Cómo estás?” recupera en la barra su dimensión más íntima. Prepárate, amiga. Un peliagudo “¿Cómo estamos tú y yo?” invita finalmente a sincerarse, sin medir las consecuencias. Tú lo preguntaste, colega. Un “¿Te gusta tu vida?” ex abrupto desmorona el rompeolas de nuestra cotidiana contención. Pidamos otra ronda porque el asunto tiene pinta de alargarse.
Hemos esterilizado nuestros espacios domésticos
Dotadas de un cierto autocontrol, especialistas en el arte de la esquiva, hemos esterilizado nuestros espacios domésticos: evitamos pelearnos con el conocido durante una comida familiar en casa de una cuñada; entrenadas en la virtud de la resiliencia emocional, podemos anestesiar el ámbito laboral, dejándonos vencer por el buenrollismo falso y conveniente que nos condena a “conversaciones blandas” (léase escucha pasiva interrumpida por señales asertivas ocasionales).
¿Puede que sea el bar el único escenario que no admita un te lo compro a buen mercado? Esta expresión tan en boga parece forjada para aniquilar cualquier tensión dialéctica en pos de un fácil consenso, reduciendo a mera parodia el conflicto ideológico.
¿Puede que sea el bar aquella parcela franqueable dónde aún podemos tomarnos el tiempo para altercar, objetar, pelear y despachar el conflicto?
Dedicadles un par de horas a As Bestas
Si durante estas vacaciones optáis por huir de la comida en casa de vuestra cuñada, hasta que abra vuestro garito de cabecera, dedicadles un par de horas a As Bestas*, recién llegada a las plataformas de streaming. La escena de la película que, por aquí nos atañe, está rodada en un único plano secuencia en el bar de un pueblo de la cordillera gallega. Este lugar sombrío y deprimente es la guarida de unos aldeanos que ahí desahogan su resentimiento feroz, casi atávico. El odio que les lleva a enfrentarse contra el forastero francés que se ha entrometido en el pueblo viene de lejos.
La presencia del urbanita gabacho, que pretende implantar una fantasía bucólica fuera de su tierra, despierta el recuerdo de la tentativa de dominación napoleónica, junto al odio y al miedo hacia todo aquello que viene de fuera. El desconocido siempre es un usurpador que trastoca los equilibrios internos. Carga con toda la responsabilidad de la ruina ajena, como una víctima sacrificial. Otra vez el bar es el único continente posible para dar voz a este contenido tan despiadado como sincero. Lo recoge y lo sublima, postergando la tragedia.
El bar es el único amortiguador social posible
Toda distancia está perfectamente calibrada: el forastero no se acerca a la mesa de los parroquianos. La tensión corre a lo largo de la barra. La poca luz se armoniza con la atmósfera. No hay pudor en los enunciados pero nadie parece escandalizarse: el atrevimiento se sale del cauce del juicio moral. La osadía se legitima por el código del bar que la autoriza y la recompone por un momento, sublimándola. El bar es el único amortiguador social posible. Fuera de él, sólo hay violencia desatada.
No es casual que el punto de partida de la experiencia cinematográfica española esté marcado por una riña en un bar, que -más allá de la intencionalidad expresiva de Gelabert- sigue atravesando épocas y desafiando geografías.
Si decidís optar por la comida familiar, portaos bien.
*(Rodrigo Sorogoyen. España, 2022)