Aquel verano en el que cumplí los 18 años coincidió con uno de los mayores hitos recientes de mi pueblo: con apenas 200 casas, un centenar de habitantes censados y una población estable de apenas 30 vecinos, celebrábamos la apertura del sexto bar local y el primero para el público joven.
En aquella época, se podía decir que la vida del pueblo giraba en torno a ellos. La antigua calle donde se concentraban edificios administrativos y la sede del ayuntamiento, inaugurada como la Corredera en el siglo XIX, y rebautizada como la Plaza de la Constitución en la transición, es popularmente reconocida hoy como la Plaza de los Bares.
Un día cualquiera, sin importar si era laborable o no, tras los quehaceres diarios, acudíamos a tomar el aperitivo en alguna de las mesas ubicadas bajo el parral del ‘Rasca y La Manuela’. La sombra estaba muy cotizada. Las tapas, casi una religión. Si querías degustar lomo de orza, quedabas en ‘El Elio’, si en cambio ese día te apetecían los soldaditos, no te quedaba más que caminar hasta La Tasca. Y, a las tres, con un sol de justicia vigilando la subida a esa interminable cuesta empedrada, me dirigía a casa. Era solo una pausa porque, aquellos que no se dejaban seducir mucho por la siesta, a las cinco se batían al tute o al dominó, con un café con hielo humedeciendo su estrategia.
Superando la media de los 37 grados diarios, la vida social resucitaba en todo su esplendor cuando caía el sol. Así, después de cenar, sobre las 22:30 esas mesas con sus distintivas sillas de marca cervecera -esas que ahora el gobierno propone desterrar el paisaje español-, competían de nuevo por los lugareños. Los fines de semana era realmente difícil encontrar mesa a la primera. Y si tocaba una de esas noches en las que el termómetro se había quedado ‘congelado’, señal precisamente no muy halagüeña, la disputa se centraba en lograr una de esas mesas con corriente del bar de ‘La Angelita’. El frescor de sus jazmines, la mimosa de la esquina y el poco aire que se agitaba, aderezaba el tinto de verano con limón, y emborrachado con algo de vermut, que tanto se estilaba antes de que el Gin-tonic de diseño apareciera en escena.
Así, durante dos meses, la vida de todo un pueblo estrechaba lazos cada temporada estival. Era el lugar de reencuentro. Los brindis hermanaban. Allí viví las victorias de Miguel Induráin, el codazo de Tassotti a Luis Enrique y, desde el banco de ‘los tristes’ de ‘El Rincón’, me aprendí de memoria los temas de Ágila, album icónico de Extremoduro.

¿Qué sucedería en un mundo sin bares?
Podría ser uno de esos podcast distópicos que hoy tanto se estilan. Sin embargo, de continuar la tendencia, el bar tradicional, ese de pueblo con su parroquia tomando el fresco, está en vías de extinción. Cada día, España pierde diez bares en una década en la que, precisamente, el sector está ganando más que nunca debido al auge de los restaurantes y los precios.
Hace unas semanas regresé a mi pueblo. De esos seis bares la mitad ha ‘bajado la persiana’. Y, entre semana, ya no cuesta encontrar mesa en aquellos que aún se mantienen en activo. Ante la subida del coste de la vida o el alza de los tipos de interés, los vecinos prefieren gastar en casa: una barbacoa entre amigos, el aperitivo en familia o cocinar a lo ‘Masterchef’ con los pequeños. El pueblo está lleno, pero la fiesta, la convivencia, ya no está en la calle. Y cuando se trata de celebrar, los planes de ocio elegidos son mucho más saludables que en mi juventud: el podio se reparte entre rutas de senderismo, visitas culturales a localidades aledañas o la reserva en alguno de los restaurantes reconocidos con soles o a las puertas de las estrellas Michelín de la provincia.
Pero este fenómeno, también se ha trasladado a las ciudades. En el caso de la capital, según pude leer en este artículo de El Confidencial, en los bares de barrio los días más fuertes son el miércoles, jueves o viernes. Los sábados se reservan para otras actividades con mayor atractivo natural, intelectual o aspiracional, y en caso de seleccionar la restauración, el centro de la ciudad concentra la atención de los madrileños. De acuerdo con el informe Radiografía de consumo y tendencias en restauración en la Comunidad de Madrid, presentado por Hostelería Madrid en octubre, los fines de semana cada vez se sale menos y, cuando se alterna, la noche ha perdido peso con respecto al tardeo.

¿Estamos a los albores de una nueva cultura de ocio?
No sería sensato por mi parte extrapolar la anécdota a norma, pero este fenómeno de compartir la vida de puertas para dentro no deja de sorprenderme. A veces me recuerda a aquellas casonas tan típicas de La Mancha, con su fachada sobria y ventanucos, que en su interior escondía un bullicioso patio interior en torno al cual giraba todo. Sin embargo, puede que sea una consecuencia más de los estragos de la pandemia:
- la revalorización del hogar como corazón familiar y social
- la emergencia de un cliente mucho más exigente que revela la necesidad de un servicio diferencial, sorprendente y exclusivo, que sume una experiencia vital en su diario.
- y la falta de adaptación de los locales más tradicionales a las nuevas tendencias de consumo que se imponen en un mundo globalizado.
Como escribió Sam Ewing, “cuando regresas a tu antiguo hogar te das cuenta de que no extrañabas la casa, sino tu niñez”. Supongo lo mismo sucede con esa especie de bares rurales, símbolo de la juventud de muchos de nosotros…
Si realmente nuestra intención es verlos resurgir y ser de nuevo mucho más que bares, debemos ayudarles a adaptarse a los nuevos tiempos… porque el futuro es el lugar donde pasarán el resto de su vida… Y nosotros en ellos, eso espero!!




