Barra de ideas
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Periodista, extranjera y fan declarada del buen comer: así llega mi pluma a la mesa de Barra de ideas

por | Jun 18, 2025

Carta abierta | Un poco de quién soy, qué vengo hacer y cómo -y por qué- aterricé en este convite.

Llegué a España hace seis meses con una maleta, muchas ganas de empezar de nuevo y una costumbre difícil de abandonar: salir a buscar dónde se come bien. Soy periodista, argentina, y aunque siempre supe que escribir era lo mío, la restauración fue durante mucho tiempo una pasión en voz baja. Hoy, por fin, me animo a decirlo en alto: me emociona lo que pasa en torno a una mesa. Y tengo una debilidad (nada oculta ya) por observar cada detalle del ritual de comer fuera de casa.

Podría decir que esta fascinación viene por mi vocación de contar historias, pero la verdad es que nació mucho antes. Crecí en una familia donde convivían las tradiciones judías, la calidez argentina y el caos encantador de la cocina italiana. En casa, comer nunca fue sólo alimentarse: era un evento, una forma de amor, un espacio de encuentro. Aprendí a mirar el mundo desde una mesa larga, rodeada de voces, con platos que se pasaban de mano en mano y sobremesas eternas.

En esa mezcla de culturas se fue gestando mi sensibilidad hacia lo gastronómico. A veces me pregunto si elegí el periodismo porque me gusta preguntar, observar, conectar. Y quizás por eso, años después, mi curiosidad se enfocó en otro tipo de escenario, el de los restaurantes, bares, bodegones y cafés del mundo.

He tenido la suerte de viajar bastante y, aunque me encanta conocer museos y pasear por ciudades nuevas, lo que más me gusta es sentarme a la mesa de un lugar local, preguntar qué recomiendan y dejarme llevar. No me interesa tanto lo “instagrameable” como lo auténtico.

Probé empanadas jujeñas en el norte argentino, asado en patios de tierra, y pastelitos dulces en plazas de pueblo. Crucé a Uruguay a buscar el chivito perfecto, desayuné gallo pinto en Costa Rica y me enamoré del ceviche en Miami. En Israel, el hummus me pareció una declaración de principios. Y todavía recuerdo el primer falafel que probé en un rincón de Tel Aviv como uno de los grandes momentos de mi vida viajera.

En Europa, me sorprendió la cocina nórdica: los arenques en Estocolmo, el salmón curado en Helsinki, los dulces de Tallin, la miel negra de Riga. En Bélgica, las papas fritas son un monumento y hay algo en su doble cocción que debería enseñarse en las escuelas. En Berlín me reconcilié con el currywurst, y en Ámsterdam encontré un mercado donde los quesos parecían piezas de arte.

Italia, por supuesto, merece un capítulo aparte. En Roma, lloré frente a una pizza más grande que mi cara (y no es metáfora: lloré de verdad). Pedí queso para una pasta con mariscos y el camarero me miró como si hubiera insultado a su nonna. En Milán el risotto tenía carácter; en Bérgamo, la polenta sabía a infancia; en Venecia, el bacalao contaba historias (aunque no repetiría); y en Florencia… ay, Florencia. Probé un bocadillo de frittata con -4 grados en un local mínimo que aún hoy aparece en mis sueños. Y no, no lo estoy exagerando.

Y entonces llegó París. Ahí entendí que la pastelería también puede ser arte contemporáneo. Me acerqué al mostrador de Cédric Grolet con cierta reverencia, y cuando probé sus frutas —una nuez que parecía recién caída del árbol, una maracuyá brillante y fresca, y una vaina de vainilla con el alma intacta— comprendí que el asombro puede tener forma de postre. Y que en una sola cucharada puede caber la sorpresa, la técnica y la emoción.

Podría decir que llego a Barra de ideas con mi experiencia periodística, y es cierto. Pero más que eso, llego con un olfato entrenado. El de quien ha pasado horas observando cómo un camarero se acerca, cómo una carta está escrita, cómo una música acompaña o arruina una cena. El de quien entiende que salir a comer no es sólo llenar el estómago, sino vivir una experiencia que empieza desde que elegimos el sitio y termina —con suerte— con una sonrisa en los labios.

Mi enfoque no será técnico. No vengo del lado de la gestión, ni de la cocina. Llego desde ese lugar intermedio entre la cliente atenta y la cronista emocional. Entre la que mira con curiosidad profesional y la que no puede evitar emocionarse si la atención es impecable o si un postre le recuerda a su abuela.

Creo que el sector necesita más voces que escriban desde el detalle, desde la emoción y también desde la experiencia. Porque, en tiempos de competencia feroz y modas pasajeras, hay algo que nunca cambia: las ganas de sentirse bienvenido, de vivir algo único, de volver a un sitio porque te hizo sentir especial.

Y para colmo, tengo la suerte de vivir a menos de 200 metros de Bodega Rosell. Así que sí, estoy rodeada de tentaciones. A veces salgo simplemente a mirar qué tosta puedo probar. Otras, a dejarme caer en una mesa sin prisa. Siempre, con los sentidos bien despiertos.

Unirme a Barra de ideas es una forma de salir del anonimato como “cliente profesional” y ponerle nombre a esa mirada entrenada que vengo cultivando desde siempre. Traigo historias, intuiciones, muchas preguntas y una necesidad inagotable de descubrir qué está pasando en los espacios donde se cocina algo más que comida.

Gracias por abrirme la puerta. Me sumo con entusiasmo, con honestidad, y con apetito (de relatos, de sabores, de experiencias).

Nos leemos pronto. Y ojalá también, en alguna sobremesa.

Flor Medeot
Flor Medeot

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